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viernes, 27 de enero de 2012

Dichos y hechos.


Por César Camacho Quiroz

Se dice que “la democracia es el gobierno de parlamento”, puesto que parlamentar es hablar; es decir, expresar ante el foro público, donde se discuten y resuelven los asuntos de interés general, los razonamientos que sustentan una propuesta de acción colectiva, ante una situación o hecho que exige la reacción del conjunto social. Hay, incluso, quien afirma que gobernar es comunicar; por eso, “el uso público de la razón siempre debe ser libre”, remataba Kant.

Persuadidos de lo anterior, hace 162 años, por primera vez en la historia, los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, Abraham Lincoln y Stephen Douglas personificaron siete debates de tres horas de duración cada uno, ante distintos grupos de alrededor de 1500 asistentes, en los que discutieron, entre otros, el tema de la esclavitud. Ya en el siglo XX, afanados en aprovechar el potencial que ofrecían los medios electrónicos de comunicación, y ante las dificultades geográficas que implicaba la vastedad del territorio norteamericano, los pioneros de la comunicación de masas, que apenas unas décadas antes habían creado estrategias propagandísticas como los infomerciales y los spots televisivos –incluidos los que posteriormente serían calificados como “guerra sucia”-, idearon la realización de un debate televisado entre los candidatos que en 1960 contendían en la elección presidencial, a la sazón, John F. Kennedy y Richard Nixon.

Hito en la comunicación política, dicho debate es considerado histórico, no sólo por ser el primero en su tipo, sino porque brindó una lección que todavía estudian los especialistas, acerca del adecuado aprovechamiento de la televisión del que hizo gala Kennedy, así como de los riesgos de no preparar al candidato para un debate televisivo como evidentemente le sucedió a Nixon.

Pero al nacer, el debate televisivo también dio origen al uso del maquillaje, al “encapsulamiento” de los mensajes, la preeminencia de la imagen sobre las propuestas, el empobrecimiento de las ideas, la impostura de políticos forzados a actuar, la imposibilidad de abordar asuntos complejos en breves intervenciones, etcétera; todas ellas, técnicas de producción audiovisual que engendran vicios, que dificultan, cuando no impiden, la adecuada difusión y contrastación de planteamientos pues, paradójicamente, han terminado por desvirtuar el ejercicio libre de la razón.

Todas estas consideraciones cobran importancia ahora que la sociedad vive en gran medida conectada a algún medio de comunicación, lo cual impone nuevos desafíos al tiempo que abre renovadas oportunidades para el ejercicio de la política. Como nunca, ahora disponemos de elementos para hacer del debate, más que un momento en el proceso democrático, una forma de construir la democracia.

Para ello, es preciso evitar lamentables ejercicios vacíos de contenido e interés, como el de la semana pasada a cargo del PAN; y no caer en la tentación de quienes, como el precandidato del PRD, ansioso de llamar la atención de los reflectores, ha propuesto una “debatititis”, pasando por alto que, si bien la democracia es debate, el debate no es espectáculo, sino recurso indispensable para afianzar la cultura democrática entre nosotros.


ccq@cesarcamacho.org
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